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sexta-feira, 10 de maio de 2013

«Rico de muertes, más que de metales» : Pedro Antonio Fernández de Castro Andrade y Portugal, X conde de Lemos y XIX virrey del Perú

Retrato del conde en el Palacio de Gobierno de Lima

Poco recordado hoy en su país de origen, Pedro Antonio Fernández de Castro Andrade y Portugal, décimo conde de Lemos, dejó un rastro duradero de su gobierno en el antiguo Virreinato del Perú, que estuvo bajo su dominio desde 1667 hasta su muerte en 1672. De esos cinco años de mandato quedó en la historia de la colonia una huella profunda, controvertida y sangrienta, que ha sido estudiada, entre otros, por los historiadores peruanos Jorge Basadre y Guillermo Lohmann Villena.


De sus primeros años de vida poco o nada es lo que se conoce. Nació en octubre de 1632, en Madrid según algunas fuentes, o en el palacio de su familia en Monforte de Lemos, según otras. Pertenecía a una de las estirpes más poderosas y antiguas de Galicia, orgullosa de su viejo parentesco con los reyes de Portugal. Su padre, Francisco Fernández de Castro, noveno conde de Lemos, fue virrey de Aragón y de Cerdeña. Entre sus antecesores hubo virreyes de Nápoles, el más famoso de los cuales es su tío abuelo Pedro Fernández de Castro, séptimo conde de Lemos. Pedro Antonio Fernández de Castro usó el título de conde de Andrade  hasta la muerte de su padre, en 1662, y de ahí en adelante fue el décimo conde hereditario de Lemos. Poco tiempo después, en octubre de 1663, estando en Nápoles, mandó a un criado suyo disparar un pistoletazo contra un clérigo con el que al parecer había tenido unas palabras. Según el historiador gallego Germán Vázquez, todo se redujo a una broma que no tuvo otras consecuencias que el consiguiente susto del clérigo. Sin embargo, el virrey de Nápoles ordenó detenerlo, conducirlo de vuelta a España en una galera y encarcelarlo en el Alcázar de Segovia, donde pasó algún tiempo.

Vista del Callao hacia 1670, en un grabado de Arnoldus Montanus
Al fallecer el conde de Santisteban, virrey del Perú, el conde de Lemos pretendió al cargo en competencia con otros treinta y seis aspirantes. Hablillas de la época —dice Jorge Basadre— creen que en la elección de Lemos como Virrey del Perú tuvo importancia decisiva el padre jesuita alemán Nizard, confesor de la Reina Gobernadora. La casa condal de Lemos mantenía desde hacía ya muchos años una estrecha relación con la Compañía de Jesús. También era un jesuita el propio confesor del conde, el padre Juan Ignacio de Ávila. Por una u otra razón, el 1 de octubre de 1666 la Cámara de Indias extendió los despachos de su nombramiento. El 3 marzo de 1667, el nuevo virrey embarcó en el puerto de Cádiz en el galeón Nuestra Señora del Rosario y Santo Domingo junto con su mujer, sus dos hijos y un séquito formado por 128 personas. El 27 de abril llegaron a Cartagena de Indias y el 28 de mayo, a Portobelo. De allí pasaron a Panamá, desde donde zarparon hacia Paita. La flota del conde salió el 26 de septiembre de este puerto y el 9 de noviembre arribó al Callao, donde se le tributó un majestuoso recibimiento. El barco ofrecía una hermosa vista adornado con gallardetes y grímpolas confeccionadas con tafetán carmesí, mas nada podía igualar el aspecto que presentaban las murallas del Callao, colmadas de todo género de gente, cuyos trajes de colores y mantillas en las mujeres hacíanlas parecer un 'jardín de flores', cuenta Lohmann Villena.
 
Representación pictórica de la plaza Mayor de Lima en 1680
   El 21 de noviembre de 1667, el conde de Lemos hizo su entrada en Lima y tomó posesión formal de su nuevo cargo de virrey. Pero durante el viaje ya había actuado como tal, dando muestras de un carácter autoritario y expeditivo. Como dice Basadre, nunca dio la sensación de intruso o de recién llegado al poder: se sintió siempre a sus anchas en él, como en su señorío de Monforte, en Galicia. A su paso por Panamá hizo destituir y encarcelar al gobernador Juan Pérez de Guzmán y Gonzaga —envuelto por entonces en un grave conflicto con los oidores de la Audiencia y los oficiales reales— y lo llevó preso al Perú. También se interesó por Jamaica, arrebatada doce años antes a la corona española por Inglaterra, y trazó planes para su reconquista.

El cerro de Potosí en un grabado francés de 1685
Con todo, una de sus principales preocupaciones al asumir el gobierno fue la de enfrentarse a la llamada rebelión de Laicacota. En esta región minera del actual departamento de Puno se había descubierto en 1657 el más importante yacimiento de plata del virreinato después del famoso cerro de Potosí. Las minas eran explotadas, entre otros, por los hermanos Gaspar y José de Salcedo, naturales de Sevilla y quizá los hombres más ricos de América en esa época, que en 1661 habían contribuido a sofocar brutalmente una insurrección de mineros mestizos. Al comenzar el mandato del conde de Lemos, la región estaba siendo sacudida por un conflicto armado entre colonos de origen andaluz y vasco que se disputaban el dominio de los yacimientos. La situación hacía temer a las autoridades coloniales una pérdida total del control de la corona sobre esos territorios. El conde tomó partido por los mineros vascos y en contra de los Salcedo y sus seguidores. Primeramente encarceló a Gaspar de Salcedo tras ordenarle que acudiese al Callao a ofrecer explicaciones. Seguidamente organizó una intervención militar en la región y se colocó él mismo al frente de la fuerza expedicionaria. En una decisión insólita, mientras estuvo ausente de la capital puso al frente del gobierno a su propia esposa, Ana Francisca de Borja Centellas Doria y Colonna, hija del octavo duque de Gandía. La condesa Ana, apodada Patona por los limeños, se convirtió así en la primera mujer que gobernó el Perú (durante seis meses menos un día). El célebre escritor peruano Ricardo Palma la evocó en uno de sus relatos y en tiempos mucho más recientes el personaje ha inspirado también una novela histórica.

Arcángel arcabucero, c. 1680 (Wikimedia Commons)
La pacificación de la región minera se llevó a cabo de forma drástica. El hacendado José de Salcedo fue apresado por las tropas virreinales, juzgado, condenado y ajusticiado en el garrote tres horas después de ser dictada la sentencia. Otros 41 hombres declarados como rebeldes fueron ejecutados en suplicios públicos y hubo otros setenta condenados a muerte en rebeldía. Se calcula que unas dos mil personas se dieron a la fuga. En castigo por la sedición, Fernández de Castro mandó arrasar las tres mil viviendas que tenía entonces la población de Laicacota y dispuso que la capital de la provincia fuese de ahí en adelante la ciudad de Puno, a la que dio el nombre de San Carlos de Austria, en homenaje al rey Carlos II el Hechizado. Las labores en las minas de plata de Laicacota se interrumpieron por un tiempo. Más tarde, el virrey ordenó explotar de nuevo el yacimiento como si fuese propiedad de la corona, pero las minas habían sido anegadas por el agua y los trabajos de extracción no pudieron reanudarse. Más allá  de las minas abandonadas y destruidas, estaba el campo de batalla de Laicacota y todavía, un siglo después, se le veía blanqueado por los huesos (Jorge Basadre).

Dibujo de Waman Puma de Ayala (siglo XVII)
Durante su mandato, el conde de Lemos no dejó de preocuparse por las condiciones de vida de la poblacion indígena y en sus informes oficiales denunció reiteradamente la bárbara explotación de los nativos por parte de los colonizadores. Todos en este reino se aprovechan de su trabajo como si fuesen hombres de metal, siendo los más desvalidos y miserables que se conoce, escribió en una ocasión, añadiendo: No hay nación en el mundo tan fatigada. Yo descargo mi conciencia con informar a Vuestra Majestad con esta claridad: no es plata lo que se lleva a España, sino sangre y sudor de indios. Se negó a conceder licencias para abrir nuevos chorrillos, talleres textiles artesanales en los que hombres, mujeres y niños indígenas trabajaban a destajo en unas condiciones atroces. En este terreno, su proyecto más ambicioso consistió en extinguir en las minas de Potosí el sistema de trabajo forzoso conocido como mita, que obligaba a los indios —elegidos por sorteo en las poblaciones de dieciséis provincias— a extenuarse hasta la muerte en la extracción de plata. El virrey puso especial empeño en que ese régimen de semiesclavitud fuese abolido y sustituido por el empleo voluntario. Yo no vine a las Indias a arriesgar mi salvación, dijo en respuesta a un memorial en que el que se señalaban los graves perjuicios económicos que causarían sus medidas a los colonos si se pusiesen en práctica. Hizo además encarcelar al procurador que había redactado el memorial y multar a quienes lo habían firmado. Pero la influencia de los acaudalados mineros que se enriquecían con el trabajo forzado de los indios consiguió abortar estos planes de reforma. La mita no sería suprimida hasta la proclamación de la Constitución de Cádiz, en 1812, solo nueve años antes de la independencia del Perú.

Mercado de esclavos en Cartagena de Indias
El conde también fundó en Lima un hospital de indios que, según testimonios de la época, visitó con frecuencia para lavar y dar de comer a los enfermos con sus propias manos. Se dice que lloraba en público al ver el estado de pobreza y postración de los que iban allí a pedir refugio. La conmiseración que mostró hacia los indígenas, sin embargo, no parece ajena a las razones de estado. Apurar y molestar a los indios es tratar de acabar este Reino pues con ellos se conserva, escribió en una carta a la reina regente. Tampoco le impedía desconfiar profundamente de los mestizos. Poco después de su llegada al Callao hizo despedir a más de ciento treinta marineros, soldados y artilleros que lo eran —o parecían serlo— y ordenó que la plaza fuese defendida por quinientos soldados que debían ser todos españoles. No parece que el virrey sintiese mucha compasión por los numerosos esclavos africanos que vivían por entonces en los territorios que gobernaba. Lo que le preocupó fue el contrabando de esclavos suministrados por traficantes de naciones enemigas de España. Durante su mandato se prohibió que los agentes del negrero genovés Domenico Grillo, considerado sospechoso en este sentido, llevasen a cabo ventas de esclavos en Lima.   

Retrato del conde Pedro Fernández de Castro

La exaltación religiosa es considerada como uno de los principales rasgos de la personalidad de Pedro Fernández de Castro, recordado en el Perú como el virrey devoto. Su biografía está ciertamente repleta de muestras de fervor católico. La tripulación del navío que lo llevó al Callao se extrañaba viendo las continuas celebraciones religiosas del conde y su familia durante la travesía. Mandó oficiar treinta misas por el alma de cada uno de los hombres que hizo ahorcar en Puno (en total, 1.260 misas). Alojó en su palacio a unos prisioneros ingleses a los que intentó convertir al catolicismo. Lo consiguió con dos de ellos. Otro murió sin haber dejado de ser luterano y el virrey mandó arrojar su cadáver al campo.
  

Santa Rosa de Lima, por Claudio Coello
 Junto con su confesor, el jesuita Francisco del Castillo, concibió y llevó a cabo el proyecto de construir en Lima la iglesia de Nuestra Señora de los Desamparados. Él mismo trabajó en las obras como albañil. Para inaugurar el templo organizó una suntuosa procesión en la que la imagen de la Virgen fue conducida por la calle Mercaderes sobre un pavimento hecho de barras de plata (valorado en más de dos millones de ducados). Promovió grandes festejos para celebrar la beatificación y la canonización de Rosa de Lima, la primera santa americana. Sirvió como sacristán de su confesor y a veces se le vio barrer y sacudir las alfombras, atizar las lámparas y componer los ramos de flores en la iglesia. Se esforzó por imponer en la capital del virreinato un modo de vida acorde con su mentalidad devota. Ordenó que todos se arrodillaran en las calles y plazas cuando la campana de la catedral anunciaba que en la misa mayor se estaba alzando el Santísimo. Fundó un asilo para prostitutas regeneradas —el beaterio de las Desamparadas de la Purísima Concepción—, obligándolas por la fuerza a ingresar en él. Salía de noche para registrar las casas de la gente acusada de llevar una vida disoluta. Destituyó, encarceló y desterró a Chile a los que suponía culpables de faltar a las buenas costumbres. Huyendo de esta ola de moralismo forzoso, más de cinco mil personas abandonaron Lima en esa época. Fue como un éxodo de nocharniegos, bohemios, mujeriegos y demás gente de la misma calaña —refiere Basadre—. Lo que más se escuchaba en las confesiones eran murmuraciones contra el virrey. Mientras que él, a su vez, escribía a la Reina jubiloso, pensando que ese era el mejor de sus éxitos como gobernante: 'He quitado los pecados principales'.

Enciclopedia Pulga (Barcelona, 1958)
A finales de noviembre de 1672, el virrey se vio aquejado de una grave enfermedad cuya naturaleza exacta se desconoce.
Murió el 6 de diciembre, a los 38 años de edad. Cumpliendo sus deseos, su corazón fue extraído del cadáver y depositado a los pies de la imagen de la Virgen de los Desamparados en la iglesia que él mandó construir, bajo una inscripción: Aquí yace el corazón del Excelentísimo Señor Conde de Lemos como en vida se le ofreció a la Emperatriz de los Cielos y Madre de Dios, se le ofreció también en la muerte. Su cuerpo embalsamado fue trasladado a Galicia para recibir sepultura en el panteón familiar del convento de San Antonio de Padua, en Monforte de Lemos, que en 1809 sería destruido por las tropas francesas durante la Guerra Peninsular.
   Siempre tuvo fama de soberbio y arrogante, pese a sus alardes de humildad religiosa. Trataba con desdén a los nobles que consideraba de un rango inferior al de su antiguo linaje. Hubo quien afirmó haberle oído decir que entre él y el rey había un dedo de diferencia y el más pequeño. No dudó en enfrentarse a los intereses de los ricos y poderosos —como los hermanos Salcedo— cuando le pareció que suponían una amenaza para la autoridad del estado absolutista y del imperio que defendía. Quedaron numerosos recuerdos históricos de su mandato breve y frenético, pero todas las reformas que trató de impulsar en la colonia desembocaron en el fracaso. Una de las más patéticas impresiones que su actuación como gobernante deja, es la inutilidad de sus esfuerzos para solucionar los problemas, señala Jorge Basadre. Los gobernadores y corregidores que destituyó por incompetentes o corruptos tardaron poco tiempo en volver a ocupar sus cargos. Quiso abolir el trabajo forzoso de los indígenas y no pudo. Tampoco consiguió relanzar la producción de la mina de mercurio de Huancavélica, de gran importancia para el laboreo de la plata en el virreinato. Sus planes para la reconquista de Jamaica nunca llegaron a realizarse. 
      El poeta Pedro Peralta y Barnuevo, en su Lima fundada, alabó el justo, magnífico Gobierno del conde, pero al mismo tiempo lo calificó de rico de muertes, más que de metales. Sus detractores lo pintaron a menudo como un déspota sanguinario. Solo está en sus glorias cuando ahorca y descuartiza, dijo de él el jesuita Ruiz de Alarcón. Otros testimonios lo describen contemplando con un anteojo a los reos que eran degollados en la plaza.

Auto de fe en la Plaza Mayor de Madrid (detalle). Pintura de Francisco Ricci, 1683
   En el siglo XIX, el historiador Manuel de Mendiburu hizo hincapié en el contraste entre sus gestos de religiosidad extremada y sus despiadados métodos de gobierno: El conde de Lemos que de una manera tan cruel hizo en Puno los ruidosos castigos de que hemos hecho memoria, y sin haber tenido la menor misericordia con algunas de las víctimas de su rigor innecesario e implacable, dejó en Lima muchos recuerdos de su vida mística y de su religiosidad llevada al último grado de exageración. Y en verdad hacía cosas extravagantes y hasta ridículas que desdecían de la sensatez y manejo circunspecto de un mandatario de su jerarquía. Estas costumbres y hechos, ciertamente no guardaban armonía con sus actos despóticos y violentos, revestidos siempre de una rencorosa dureza, incompatible con la caridad y la indulgencia que deben morigerar el subido temple de la justicia.
   Con un criterio similar, el psiquiatra y escritor Hermilio Valdizán lo catalogó como enfermo mental en su libro Locos de la Colonia (1919), pero Basadre considera desacertado este juicio y opina que el comportamiento del virrey no deja de concordar con la mentalidad dominante en la época y en la clase social a la que pertenecía. Es decir, que su personalidad, en la que la violencia se mezclaba con la devoción, juntando extrañamente el cadalso y la misa, el rosario y el potro de tortura, el golpe de pecho y el desafío, no fue mucho más demencial, cruel y fanática que la misma sociedad en la que vivió. 


    Ya en la agonía —cuenta su confesor, el padre Castillo— dijo que 'el demonio no habría de entrar en el aposento porque la Virgen taparía la puerta con su manto y que esperaba ir al Cielo a repicar las campanas en la fiesta de la Purísima que allí se celebraría'.



 
Obras
Ricardo Palma, Tradiciones peruanas (Lima, 1872-1891)
Manuel de Mendiburu, Diccionario Histórico-Biográfico del Perú (Lima, 1874-1885)
Jorge Basadre, El Conde de Lemos y su tiempo (Lima, 1945)
Guillermo Lohmann Villena, El Conde de Lemos, virrey del Perú (Madrid, 1946)
Germán Vázquez, Historia de Monforte y su Tierra de Lemos (Lugo, 1969-1972)